Aprendí a leer a los cuatros años de edad, a los seis escribí mi primer cuento, debía presentarlo para un concurso del colegio. Gane el primer premio, una muñeca vestida de época con sombrilla, a la que mi madre colocó sobre el aparador del salón como un trofeo, y con la que nunca jugué.
Aquello no me importó, hubiese preferido el estuche de colores que ofrecían al que quedara en segundo lugar.
El cuento trataba sobre un niño en la prehistoria que salvaba a un bisonte de ser cazado y que a empujones-intentando protegerlo- lo entraba por la angosta puerta de su cueva.
Mamá se lo hizo leer a todos los vecinos, orgullosa, y ellos a su vez me preguntaban si aquel cuento era realmente mío.
Por aquel entonces yo aún creía en las adulaciones de los adultos y me sentí realmente satisfecha.
No volví a escribir nada más hasta llegada mi juventud, esta vez un poema sin métrica alguna y que aun hoy al releerlo, vuelvo a sentir aquella pueril intensidad del desamor.
Del cuento aquel no me queda nada, tal vez el recuerdo de una caligrafía infantil, corregida por mamá sobre la mesa de aquella cocina, donde la luz que entraba del patio al caer la tarde, llenaba aquella estancia de un cálido sabor a imperecedero.
Tan solo hace unos años retomé torpemente la escritura, con cautela, suplicando entre líneas de forma repetitiva, casi inconsciente, la salvación de aquel bisonte, que no es otra si no la mía.
Aquello no me importó, hubiese preferido el estuche de colores que ofrecían al que quedara en segundo lugar.
El cuento trataba sobre un niño en la prehistoria que salvaba a un bisonte de ser cazado y que a empujones-intentando protegerlo- lo entraba por la angosta puerta de su cueva.
Mamá se lo hizo leer a todos los vecinos, orgullosa, y ellos a su vez me preguntaban si aquel cuento era realmente mío.
Por aquel entonces yo aún creía en las adulaciones de los adultos y me sentí realmente satisfecha.
No volví a escribir nada más hasta llegada mi juventud, esta vez un poema sin métrica alguna y que aun hoy al releerlo, vuelvo a sentir aquella pueril intensidad del desamor.
Del cuento aquel no me queda nada, tal vez el recuerdo de una caligrafía infantil, corregida por mamá sobre la mesa de aquella cocina, donde la luz que entraba del patio al caer la tarde, llenaba aquella estancia de un cálido sabor a imperecedero.
Tan solo hace unos años retomé torpemente la escritura, con cautela, suplicando entre líneas de forma repetitiva, casi inconsciente, la salvación de aquel bisonte, que no es otra si no la mía.
-Nikté ¿Cómo se te ocurre desnudarte de esa manera?
-Es que hace calor
-Pues te compras un ventilador
-¡Siiii! uno de esos de aspas que salen en las pelis de Tarzán de los monos.
-Creo que te estas confundiendo. En esas pelis se ventilaban con palmeras de cocos.
-Tu como siempre, desinflandolo to.
-Puede
.-Agggggggg